- Nocicepción y experiencia subjetiva coexisten: señales medibles y sufrimiento consciente inferido por analogía.
- Evidencia sólida en peces y algunos invertebrados; criterios: receptores, fisiología, conducta, opioides y respuesta a analgésicos.
- Manejo eficaz: analgesia preventiva y multimodal, técnicas locorregionales y soporte no farmacológico individualizado.
- Medición y normas: escalas validadas, clasificaciones de gravedad y guías que exigen reconocer y aliviar el dolor.
El dolor no es patrimonio exclusivo de las personas: atraviesa el reino animal de arriba a abajo, desde peces y aves hasta mamíferos domésticos y de producción. El gran reto es que los animales no pueden contarlo con palabras, así que necesitamos interpretar lo que su cuerpo y su comportamiento nos dicen. La buena noticia es que hoy contamos con un enorme cuerpo de evidencia fisiológica, neurobiológica y conductual que nos permite reconocerlo y mitigarlo con rigor, como explica la investigación sobre la sentiencia animal.
Cuando hablamos de dolor conviene separar dos piezas del puzzle. Por un lado está la nocicepción, la “alarma” que detecta estímulos dañinos y dispara reflejos de retirada o protección; por otro, la vivencia consciente y desagradable del daño, el sufrimiento como tal. Las respuestas reflejas pueden medirse con precisión, pero la experiencia interna —sea en humanos o en otras especies— no es directamente medible; por ello se recurre a la inferencia por analogía, observando reacciones comparables a las nuestras ante estímulos equivalentes.
Qué es el dolor en los animales: nocicepción y experiencia
La nocicepción es la capacidad de detectar estímulos potencialmente lesivos y activar vías nerviosas que, desde la periferia, ascienden por nervios sensoriales y la médula espinal. Este circuito genera reflejos como el parpadeo o el retiro de una extremidad incluso sin intervención del cerebro. Está presente, con variaciones, en prácticamente todos los grandes grupos animales.
Cuando los impulsos nociceptivos alcanzan el cerebro, se “etiquetan”: localización, intensidad y cualidad desagradable. Ahí nace el componente subjetivo del dolor, la conciencia de una experiencia molesta que no solo duele, sino que incide en el estado emocional del individuo. Aunque no podamos “preguntar” a un pez o a una gallina, muchas especies muestran patrones fisiológicos y conductuales complejos compatibles con esa vivencia.
Entre las reacciones observables están los cambios en la ingesta, alteraciones del comportamiento social, emisión de vocalizaciones, patrones posturales anómalos, y respuestas autonómicas como taquicardia o taquipnea; además, aparecen inflamación y liberación de hormonas del estrés. Son indicios robustos de que hay algo más que un simple reflejo.
Para evaluar la capacidad de sentir dolor en distintas especies se utilizan criterios convergentes: sistema nervioso y receptores adecuados, cambios fisiológicos ante estímulos nocivos, reacciones motoras de protección (cojera, sostener una pata, frotar, e incluso autotomía), presencia de receptores opioides y modulación del dolor con analgésicos, aprendizaje para evitar estímulos desfavorables, y niveles de cognición compatibles con procesamiento complejo.
Señales y criterios prácticos para inferir dolor en distintas especies
En la clínica y el manejo diario, el reconocimiento parte de la observación. Los signos “de trinchera” incluyen pérdida de apetito, apatía, agresividad reactiva, encorvamiento, rigidez, cojeras, lamido o rascado compulsivo de un área, menor acicalamiento (muy evidente en gatos) o vocalizaciones inusuales.
La inferencia por analogía es útil y delicada a la vez. Si un primate aparta la mano tras un pinchazo y se la examina o la protege, asumimos razonablemente que su vivencia se parece a la nuestra. Experimentos de elección han mostrado además que ratas y pollos con dolor clínico prefieren alimentos con mayor contenido analgésico, y que ese consumo se correlaciona con la gravedad de la cojera, mejorando su estado tras la administración de fármacos como el carprofeno.
Ahora bien, hay matices importantes. Las reacciones físicas no siempre “prueban” estados mentales y el riesgo de antropomorfizar existe. Organismos muy simples pueden moverse ante estímulos nocivos sin que eso implique experiencia consciente. Por eso la evaluación combina fisiología, neurobiología, aprendizaje, farmacología y conducta.
En animales de compañía, una regla práctica es conocer el “normal” de cada individuo: cualquier desviación sostenida en apetito, interacción, movilidad o descanso puede ser la primera pista. Y conviene recordar que muchas especies emiten llamadas o sonidos fuera de nuestro rango auditivo, de modo que “no oír quejidos” no significa ausencia de dolor.
Evidencia en peces, invertebrados y otros grupos
Aunque durante años se puso en duda, la evidencia en peces es contundente. Se han identificado nociceptores sensibles a estímulos dañinos fisiológicamente comparables a los de mamíferos, distribuidos por cabeza, cara, cuerpo y aletas. La administración de analgésicos reduce las respuestas fisiológicas y conductuales al dolor de manera similar a lo observado en anfibios, aves y mamíferos.
Hay datos neuroanatómicos curiosos: un nervio cutáneo humano típico posee cerca de un 83% de fibras C asociadas a dolor urente, mientras que en una rara insensibilidad congénita al dolor el porcentaje cae a alrededor del 24–28%. En trucha arcoíris se estima ~5% de fibras C, y en tiburones y rayas, 0%. Con todo, los peces muestran neuronas sensoriales nociceptivas funcionales y comportamientos modulables por analgésicos, lo cual refuerza su capacidad para experimentar dolor.
Este conocimiento ha impulsado cambios legales y sociales: algunos países, como Alemania, han restringido prácticas de pesca, y en el Reino Unido la RSPCA procesa casos de crueldad hacia peces. En investigación y manejo, la tendencia es aplicar principios de bienestar equivalentes a los de vertebrados terrestres.
¿Y los invertebrados? El panorama es heterogéneo. Se han descrito nociceptores en nematodos, anélidos y moluscos, y hay evidencias de capacidad de sufrir en cefalópodos (pulpos, sepias) y crustáceos decápodos (cangrejos, langostas), incluidos comportamientos protectores y respuestas fisiológicas compatibles con dolor. En muchos insectos no se han encontrado nociceptores clásicos, con la mosca de la fruta como excepción notable.
También se han identificado opioides endógenos y sus receptores en nematodos, moluscos, insectos y crustáceos, lo que sugiere vías de modulación del dolor. Su presencia no es una “prueba definitiva” de sufrimiento, pero sí un indicio relevante. Un argumento habitual en contra —que los cerebros de invertebrados son demasiado pequeños— pierde fuerza cuando miramos a los cefalópodos: su encéfalo, en proporción al cuerpo, compite con el de muchos peces y es menor que el de aves y mamíferos, pero no trivial.
Este conjunto de datos ha tenido reflejo normativo. La Unión Europea protege a todos los cefalópodos usados con fines científicos bajo la Directiva 2010/63/UE, reconociendo evidencia científica de su capacidad para sufrir. En el Reino Unido, además, los cefalópodos en investigación deben ser sacrificados con métodos listados que minimicen el sufrimiento.
Historia del debate: de la negación al consenso matizado
La idea de que los animales no sienten dolor, popularizada en el siglo XVII por René Descartes, caló durante siglos. Hasta finales del siglo XX persistió la duda en ámbitos académicos y veterinarios, al punto de que en Estados Unidos, hasta 1989, a muchos estudiantes de veterinaria se les instruía a no considerar el dolor animal como prioridad clínica.
Filósofos como Bernard Rollin empujaron el debate pidiendo fundamentos “aceptables científicamente” para reconocer la conciencia y la capacidad de sufrir en otras especies. Hoy esa postura negacionista es minoritaria, aunque persiste la pregunta de fondo: ¿cómo determinar de manera fiable estados mentales ajenos? La respuesta pragmática es combinar analogía, neurobiología, farmacología y comportamiento, sin perder el espíritu crítico.
Cómo se mide el dolor: escalas y pruebas experimentales
Medir el dolor (dolorimetría) implica cuantificar respuestas. En investigación se emplean pruebas como la presión en la pata, el retiro de la cola o la placa caliente; se han desarrollado además “escalas de muecas” que cuantifican cambios faciales en mamíferos. En clínica, varias especies cuentan con escalas validadas —incluida una en español desarrollada por la Universidad de Glasgow— para evaluar dolor agudo y crónico.
En laboratorio, los marcos regulatorios reconocen el dolor como factor de estrés que, si no se mitiga, causa niveles inaceptables de angustia. La Guía para el Cuidado y Uso de Animales de Laboratorio en EE. UU. remarca que la capacidad de sentir dolor está muy extendida en el reino animal y exige que los protocolos contemplen su reconocimiento y alivio con analgesia o anestesia cuando proceda.
Once países —entre ellos Australia, Canadá, Finlandia, Alemania, Irlanda, Países Bajos, Nueva Zelanda, Polonia, Suecia, Suiza y Reino Unido— tienen sistemas nacionales de clasificación de gravedad por dolor y sufrimiento en investigación. El sistema estadounidense es distinto, pues informa si se requieren o se emplean fármacos analgésicos, más que encajar los procedimientos en bandas de gravedad equivalentes a otros países.
En el Reino Unido, los proyectos se clasifican como “leve”, “moderado”, “importante/grave” o “sin clasificar” (cuando el animal es anestesiado y sacrificado sin recuperar conciencia). En 2001, aproximadamente el 39% de licencias vigentes eran leves (1296), el 55% moderadas (1811), el 2% importantes (63) y el 4% sin clasificar (139). En 2009, entre las licencias emitidas, el 35% fueron leves (187), el 61% moderadas (330), el 2% graves (13) y el 2% sin clasificar (11).
La legislación también define los “procedimientos dolorosos”. El Departamento de Agricultura de EE. UU. los describe como aquellos que probablemente causarían algo más que un dolor o malestar leve y momentáneo en un ser humano. La Ley de Bienestar Animal de 1966 en EE. UU. y el Acta de 1986 en el Reino Unido marcan los estándares mínimos, y hay guías detalladas del Consejo Nacional de Investigación sobre reconocimiento y alivio del dolor en vertebrados.
Estrategias de manejo: analgésicos y más allá
En medicina veterinaria se emplean, con los ajustes de especie y dosis, los mismos grandes grupos de analgésicos que en humanos: AINE, opioides, anestésicos locales y coadyuvantes para dolor neuropático, entre otros. La analgesia multimodal combina fármacos que actúan en distintos puntos de la vía del dolor, potenciando beneficios y reduciendo efectos adversos.
Un enfoque clave es la analgesia preventiva (o preemptiva): administrar analgesia antes del estímulo doloroso —como una cirugía— para bloquear la sensibilización del sistema nervioso y disminuir la intensidad y duración del dolor postoperatorio. Funciona especialmente bien cuando se combina con anestesia locorregional.
La analgesia locorregional bloquea la transmisión nociceptiva en una zona concreta con anestésicos locales, reduciendo la necesidad de anestesia general profunda y estabilizando al paciente. La analgesia sistémica, por vía oral o parenteral, es la base para dolor generalizado agudo o crónico cuando no es posible un abordaje local.
En paralelo, las terapias no farmacológicas tienen su sitio: fisioterapia (movilizaciones, masaje, ejercicio pautado), acupuntura en ciertos cuadros crónicos como la artritis, y soporte nutricional con dieta y suplementos orientados a la salud articular o neurológica. Todo, por supuesto, individualizado a especie, edad, comorbilidades y tipo de dolor.
Unidad de dolor: detección, diagnóstico y seguimiento
Una unidad de dolor veterinaria se organiza en cuatro patas. La primera es la detección y el diagnóstico: observar cambios en postura, movilidad, apetito y conducta, y completar con exploración clínica, analíticas y pruebas de imagen para identificar causas subyacentes.
La segunda es el tratamiento farmacológico adaptado: AINE con monitorización de efectos secundarios, opioides para dolor agudo o intenso bajo control veterinario, y otros analgésicos indicados en dolor neuropático o como coadyuvantes. La tercera son las terapias físicas y complementarias, y la cuarta, las medidas preventivas y de manejo cotidiano: reducir riesgos, adaptar el entorno, y programar revisiones periódicas.
Herramientas digitales ayudan a objetivar y seguir el dolor. Escalas validadas como la de Glasgow en español permiten registrar puntuaciones, decidir si continuar analgesia y visualizar la evolución, tanto en clínica como en el domicilio con la colaboración del cuidador.
Dolor en animales de producción: bienestar y rendimiento
En granja, el dolor es frecuente: lesiones, enfermedades, partos y prácticas rutinarias como castración, descornado o corte de cola pueden provocarlo. Además de ser un problema de bienestar, activa respuestas de estrés que merman el rendimiento productivo.
Un manejo responsable se apoya en cuatro pilares: prevenir las causas más comunes (por ejemplo, metritis, mastitis y problemas podales), detectar de forma precoz los signos de dolor, tratarlo con protocolos analgésicos adecuados, y realizar prácticas potencialmente dolorosas solo cuando sean imprescindibles y del modo menos lesivo posible.
Formadores y expertos en bienestar animal han sistematizado indicadores conductuales y fisiológicos en especies de producción, y han mostrado beneficios productivos cuando se gestiona bien el dolor: animales que comen mejor, se mueven con normalidad y reducen conductas anómalas se desarrollan y producen más y mejor.
Dolor en mascotas: causas frecuentes y cómo reconocerlo
En perros, las causas comunes incluyen osteoartritis y otras artropatías degenerativas, traumatismos, problemas dentales, cáncer, e infecciones e inflamaciones de diverso origen. En gatos —especialmente mayores— la artritis pasa desapercibida con frecuencia, junto con enfermedad dental, lesiones por mordeduras o arañazos y patologías del tracto urinario.
Pequeños mamíferos como conejos, cobayas o hámsters sufren a menudo dolor por problemas dentales y manejo inadecuado, además de infecciones, alteraciones gastrointestinales y tumores. En todos ellos, las pistas se repiten: retraimiento, cambios en la interacción, disminución del apetito, dificultades para levantarse, saltar o subir escaleras, respiración acelerada y fijación en un área concreta mediante lamido o mordisqueo.
La comunicación fluida con el veterinario es decisiva. El tratamiento se ajusta al individuo, se reevalúa según respuesta y tolerancia, y se dan pautas claras para medicación y fisioterapia en casa. Detectar pronto cambios sutiles evita que el dolor avance y se cronifique.
Dolor agudo y crónico: cómo se relacionan y cómo prevenir
El dolor agudo —también llamado adaptativo— “sirve” a un propósito: señala que algo no va bien y promueve protección. Suele resolverse desde minutos a semanas o meses, según el proceso. El dolor crónico, en cambio, dura tres meses o más y deja de ser una respuesta directa útil; induce cambios neuroplásticos que perpetúan la sensibilidad y pueden generar alteraciones psicológicas.
La osteoartritis es la causa más frecuente de dolor crónico en mascotas, seguida de lesiones o enfermedades neurológicas, patología dental, dolor oncológico y dolor agudo mal tratado. Prevenir la cronificación pasa por identificar y manejar adecuadamente el dolor agudo, ajustar fármacos, hacer control de peso, adaptar el entorno y promover movimiento pautado.
En la práctica, muchas clínicas aún no aplican sistemáticamente escalas de dolor. La monitorización estructurada mejora decisiones sobre cuándo iniciar, mantener o escalar analgesia, y facilita la colaboración del cuidador realizando observaciones en casa con herramientas sencillas y registros visuales de la evolución.
Campos relacionados y marco ético
El dolor animal se cruza con áreas como la ética y el bienestar, la cognición y la conciencia, la filosofía de la mente, el sensocentrismo y la prevención del sufrimiento. Quien investiga o maneja animales necesita una mirada interdisciplinar que combine ciencia, ética y práctica clínica para tomar decisiones responsables.
Como nota al margen, algunas plataformas informativas que difunden guías y recursos sobre bienestar utilizan tecnologías como las cookies para almacenar o acceder a información del dispositivo; aceptar o rechazar ese tratamiento puede afectar a ciertas funciones de navegación, pero no altera la solidez de la evidencia científica sobre dolor y su manejo.
Cerrar el círculo exige reconocer que el dolor es a la vez señal y experiencia: una llamada de alerta que no debe confundirse con “mala conducta”. Con indicadores claros, criterios comparables entre especies, herramientas de medición útiles y estrategias de tratamiento —desde la analgesia preventiva y multimodal hasta la fisioterapia— es posible reducir el sufrimiento de animales de compañía, de producción y de laboratorio, mejorando a la vez su bienestar y, cuando aplica, su desempeño. La clave está en observar con atención, actuar con rigor y colaborar de cerca entre cuidadores y profesionales.